nunca existieron abanicos.
Se abrían cartas con sus cintas y gitanos
al futuro que debía, ciertamente,
prepararme.
A lo más
aquellos tiempos eran los duros y de viajes.
Al pasar el tren en la estación del Sol
hoy me lo demuestran los dibujos.
todavía me aprietan los zapatos
al sonar ese acordeón rodante.
Pasaban los viajantes, Julio Verne
con témpanos chorreando muertos
y los fantasmas del Estrecho Magallanes
maldiciendo misioneros con Salgari;
y combatiendo en el Congo de King Kong.
La tierra vieja era la del Fuego con sextante
y la casa nueva era la del Sol, con árboles frutales.
Absolutamente nada sería original
en esas flamantes veladas musicales.
Más allá de todo imaginario
la casa siempre pertenecía al Capitán
que viajaba por la espuma de los mares.
En calaminas o glicinas nunca faltó ese piano oscuro
incluso mas allá de los roperos resonaba
donde avergonzado practiqué algunos bailes
a pesar de los portazos de tres cuerpos.
No se repetirán esas damas de salón.
¡Acariciadles, varón! ¡Acariciadles!
Esos senos de canela, decía el tío Vadinho,
hoy ya muerto de su Señora Flor.
Eran primas en escenas familiares
que no volverían a la patria.
Notable colección de mis recuerdos
al cerrar los ojos que cultivan mis pesares
Siento que las toco y resucitan.
Sin embargo
en el primer baúl de aquellas hijas
nada era comparable al Castillo Greyskol
y su habitante defensor de los secretos;
el cual, ni más ni menos,
era el príncipe de Eternia con mi hermosa cabellera.
Muchas veces traté de levantar la espada,
pero era muy pesada entre todas las novicias.
Y esas largas bocanadas de café tostado
que alguna vez las hijas prepararon
al fragor de mi jornada ejecutiva;
me hacían mal al corazón y sus delicados capilares.
(Contar quisiera
de mi jornada combativa)
Se nota que ha corrido el tiempo.
Tanto
que permanezco en esta pieza
y no recuerdo a Eskeletor
ni a ese Conde Pàtula.
Pero a mis hijas, si es que tuve,
las recuerdo con proeza,
balanceando con ahínco sus columpios, creo.
Confieso
que para ellas compré a un alto precio
los globos con el rostro del Magnífico.
Estoy adolorido.
Me duelen fieramente los tobillos, acaso por tanta caminata.
Volviendo a mi castillo
y tendido en esta cama con los mirlos y con los cuervos
que picotean en mis ojos, te repito:
es posible que yo haya viajado desde tierras muy lejanas
cargando mis baúles sin abrirlos
y en estas tierras residí hasta morirme,
pero quise,
si es que quise o sucedió
cambiar los aires
y azotar con tempestades del invierno crudo
mis afectuosas relaciones familiares
comprobando que la felicidad siempre está en otra parte
en el Lejano Oeste, en el centro de la Tierra o en los cráteres lunares
pero nunca nunca al alcance de tu mano.
Junto a mis baúles que parecen ataúdes
está el mínimo equipaje de mis hijos.
Dicen que los míos,
ya no valen ni un comino el acopiarlos,
ni menos recordarlos. Son deshechos,
vejestorios indignos de un acopio.
Y ya lo ven.
Aprendan la lección.
Hay tanta nostalgia en un juguete de la infancia
como en un computador.
Solo esperen
esperen
que se pongan amarillos
pues los dientes de los óxidos
harán todo el trabajo sobre el resto ©
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